Marino Vinicio Castillo R.
Quizá ha llegado el tiempo de hablar de esto. Nuestra patria es bien
peculiar a los ojos del mundos; Una bandera en cruz; los evangelios en el
escudo y Dios Patria y Libertad como lema. Sumado a ello que son tres egregios
sus Padres Fundadores.
Examinando ese conjunto de símbolos quedaríamos convencidos de que
nuestras vicisitudes de hondonada las hemos superado por el sacrificio de
nuestros héroes y mártires, que quedaron bajo su palio.
Me ocurre que desde muy niño sentí fascinación por una figura inmensa
de nuestra independencia: María Trinidad Sánchez.
Y es tal mi edad de hoy que
el sentimiento se me ha hecho antiguo. No se trata, pues, de un reclamo de
género, aunque admito es tan potente la moda de éste que podría ayudarme a
resultar comprendido.
No he podido jamás, al oir su nombre, apartar la congoja de
imaginármela en el patíbulo.
No he podido nunca salir de mi asombro iracundo al saberla fusilada
con la nefasta exactitud del primer aniversario de la gloriosa gesta. Aunque
creo que con esta hazaña el crimen se encargó, sin proponérselo, de escribir la
biografía del valor nacional.
No he sabido racionalizar cómo se ha podido tolerar que sus restos
venerados fueran afrentados por los de su verdugo en el panteón del reposo de
los grandes nuestros.
En esas cenizas de ella y de otras víctimas del verdugo está el mejor
ADN del pueblo, pero Duvergé como los Puello, son muestra de rencores de la
guerra, de envidia a sus méritos, pero lo de María Trinidad fue asesinato
simbólico de la Independencia.
Ahora puedo entender mejor que tal vez ha habido entre nosotros un
ejercicio prolongado de varonilismo; que a la hora de reconocer y exaltar a
nuestros próceres superiores, la mujer que fuera María Trinidad Sánchez resultó
respetada y elogiada ciertamente pero no exaltada en plenitud a la gloria
nacional; y para ello le hubiesen bastado sus palabras, ya formando el piquete:
“Cúmplase en mí tu voluntad, Señor y sálvese la República.” Ya ella presentía
que lo alcanzado sería entregado al oprobio de la abolición siniestra del
anexionismo.
El verdugo, bestia de raza al fin, también intuyó que aquel pecho de
la patria se opondría tenazmente a lo que luego hiciera, cuando creyó
encumbrarse en su Marquesado.
Ahora que ha caminado tanto la historia, es tiempo de proponer
enmiendas profundas a sus deformaciones.
Duarte, el sueño, tardó la gratitud para reconocerlo; su sublime
desprendimiento, sus velas para el sustento en la desdicha del ostracismo,
amortajado con camisón ajeno, lejos de santificarle en su tiempo de vida, no el
bastaron para quedar ileso de la inicua maledicencia.
El apóstol Martí tuvo que escribir su justa y maravillosa apología,
cando se recaudaban fondos para perpetuarle en el bronce de la estatua y sólo
así pareció retroceder la bajeza del provincialismo artero que tuvo que
silenciarse y terminar de admitir a regañadientes que la grandeza de aquel
gigante del ideal no era de artificio.
Mella, expirando en casa de piso de tierra, clamando por la bandera
como sudario en su último hálito, no sin tropiezos se abrió paso en el
reconocimiento público y triunfó finalmente su rememoración como acto de
justicia.
Y Sánchez en El Cercado, abatido por el verdugo de siempre, reclamando
toda la responsabilidad con su autoacusación de defensa, humillando la cobardía
de sus ejecutores y consagrando para siempre la virilidad del ´44, buscando
restaurar la perdida independencia.
Luego Luperón, fogonaza de la epopeya, colmándose de gloria en los
campos ardidos de la guerra, pero reconociendo con humildad de santo que la
hazaña verdadera dormía en el lecho del febrero eterno.
Todas esas glorias, todos esos hombres, a no dudar sintieron por María
Trinidad un dolor de siempre. Si pudiéramos consultarles en la dimensión
gloriosa en que se encuentran sobre el significado de aquella inmolación, no
contendrían su mayor admiración y respeto de aquel episodio que, lejos de ser
luctuoso, resultó aurora para la nación recién nacida.
Sánchez, en su discurso forense sin paralelo, cuando habló de la
necesidad de seguir derramando sangre de los Sánchez por la libertad y la
independencia, pensó en ella.
Según dije, la historia no se ha detenido y como no sabe de fatigas en
ella siempre habrá tiempo de reajustar las injusticias.
Hagamos una conmovedora rectificación de errores y silencios y María
Trinidad Sánchez proclamemos que ha debido ser reconocida como Madre de la
República y que sus restos deben descansar junto a los insignes Padres de la
Patria.
Confieso que no ignoro que lo que pretendo no es de fácil realización;
que no habría ley, ni partido político, ni opiniones ilustradas algunas capaces
de irrumpir en el Altar de la Patria con otros huesos.
Así lo siento, porque nadie me supera en el respeto de ese lugar
sacrosanto de los adalides fundadores. Sin embargo, pienso que ya tenemos un
instrumento jurídico de vanguardia que nos permitiría hacerlo, pues el pueblo,
y sólo el pueblo, podría autorizar una acción de magnitud tan colosal: me
refiero al Referendo.
Organizarlo para el bicentenario del nacimiento del padre fundador
Juan Pablo Duarte, reclamándole al pueblo su opinión acerca de si aprueba, o
no, que los restos de esa madre de la patria sean alojados junto a los
inmarcesibles en la Plaza Independencia.
Sería una manera de renovar todos los bríos del patriotismo. Allí
estaría ella, además, representando el nivel más sublime de la mujer
dominicana, cuyo decoro expusiera al sol cuando expresara en sus últimas
palabras que le zurcieran los ruedos para caer con la dignidad debida.
Un referendo para un tema nacional trascendental nos elevaría los
sentimientos más formidables de amor y nos haría más fuertes en el ejercicio
democrático.
Lo propongo en la esperanza de que, al abrigo de nuestra Constitución,
pudiéramos emprender esa proeza del espíritu de justicia del pueblo nuestro.
Como nación sólo nos engrandecería tan bello gesto.
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COMENTARIOS 1
Comentó: sopena22
De: República Dominicana
Urgente es reconocer a los que nunca dudaron que la patria es siempre
la causa del honor, desechando las mudanzas en la historia y elevar a los que
encarnaron en su diestra la dignidad y en su pecho la vergüenza de la patria
menazada por intrépidos traidores. Referendum, ejemplar
justa cívica.
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