JUAN BOSCH: las
revoluciones las han perdido los más fuertes.
Una revolución tiene su
origen en fenómenos peculiares de su medio social, económico y político, y
tiene su fuerza en el corazón en el
cerebro de las gentes. Ninguno de esos dos factores de una revolución puede ser
medido por computadores electrónicos. Tradicionalmente, las revoluciones las
han perdido los más fuertes. Las trece colonias americanas eran más débiles que
Inglaterra, y le ganaron la revolución de Independencia; el Pueblo francés era
más débil que la monarquía de Luis XVI y le ganó la revolución del siglo XVIII; Bolívar
era más débil que Fernando VII, y le ganó la revolución de América del Sur;
Madero era más débil que Porfirio Díaz y le ganó la
revolución de 1910; Lenin era más débil que el Gobierno ruso, y le ganó la
revolución de 1917. Todas las revoluciones triunfantes a lo largo de la
historia, sin una sola excepción; han sido más débiles que los gobiernos
combatidos por ellas.
Una revolución, pues,
no puede medirse en términos de poderío militar; hay que apreciarla con otros
valores.
Para saber si una
revolución es verdaderamente una revolución y no un mero desorden o una lucha
de caudillos por el poder, hay que estudiar sus causas, la posición que han tomado
en ella los diferentes sectores sociales, y determinar su tiempo histórico. Una
revolución, pues, no puede medirse en términos de poderío militar; hay que
apreciarla con otros valores.
Para saber si una
revolución es verdaderamente una revolución y no un mero desorden o una lucha
de caudillos por el poder, hay que estudiar sus causas, la posición que han
tomado en ella los diferentes sectores sociales, y determinar su tiempo
histórico.
Al entrar en su
tercer mes, la Revolución Dominicana, que había estado durante dos meses circunscrita a la capital de la república,
comenzó a extenderse por el interior del país. Esto era inevitable, dado que
una revolución no es una simple operación militar que pueda ser contenida por
fuerzas militares dentro de límites determinados. Era inevitable, pero es
inexplicable que en Washington nadie se diera cuenta de ello.
Al embotellar la
revolución dentro de una parte de la ciudad de Santo Domingo, el Gobierno de
los Estados Unidos hizo cálculos en términos de fuerza: los revolucionarios son
tantos hombres con tales armas, y por tanto podemos dominarlos e inmovilizarlos
con tantos hombres y tal equipo. Llegar a conclusiones en términos de fuerza es
fácil, sobre todo hoy, y sobre todo en los Estados Unidos, donde una batería de
computadores electrónicos da las respuestas adecuadas a problemas de esa índole
en pocos minutos y tal vez en pocos segundos.
Pero una
revolución es un hecho histórico que no ofrece posibilidad de cálculos de esa
naturaleza, porque escapa a las definiciones aritméticas. Una revolución tiene
su origen en fenómenos peculiares de su medio social, económico y político, y
tiene su fuerza en el corazón en el
cerebro de las gentes. Ninguno de esos dos factores de una revolución puede ser
medido por computadores electrónicos.
La de Santo
Domingo fue —y es— una típica revolución democrática a la manera histórica de
la América Latina y se originó en factores sociales, económicos y políticos que
eran y son al mismo tiempo dominicanos y latinoamericanos. Para situarla en el
contexto latinoamericano, su patrón más cercano en el tiempo es la revolución
mexicana de 1910, aunque no debía ni debe esperarse que fuera exactamente igual
a esa revolución de México. En términos históricos, nada es igual a nada.
A pesar de que habían
transcurrido cincuenta y cinco años desde que estalló la revolución mexicana
hasta que comenzó la dominicana, y a pesar de que en ese largo tiempo —más de
medio siglo— se han extendido por el mundo los estudios políticos, sociales,
económicos e históricos, los Estados Unidos actuaron ante la Revolución
Dominicana de 1965 en forma casi igual a como hicieron ante la revolución
mexicana de 1910. En 1965 se ha aducido el peligro comunista como razón de la
intervención militar en Santo Domingo; en 1910 no podía usarse ese pretexto
para desembarcar tropas en Veracruz porque entonces no existía el peligro
comunista.
¿Por qué la
actuación ha sido tan parecida? Porque
tradicionalmente el mundo oficial norteamericano se ha opuesto a las
revoluciones democráticas en la América Latina. Con la excepción de los años de
Kennedy, la política exterior norteamericana en la América Latina ha sido la de
entenderse con los grupos de poder y la de usar la fuerza para respaldar a esos
grupos. Durante los años de Franklyn Delano Roosevelt se abandonó el uso de la
intervención armada, pero no se abandonó el apoyo a los grupos dominantes, y
todavía en el caso de la revolución cubana de 1933 se hicieron presentes los
buques de guerra norteamericanos en aguas de Cuba como un recordatorio ominoso.
Fue John Fitzgerald Kennedy quien transformó los viejos conceptos y puso en
práctica una nueva política, pero desaparecido él, volvió a imponerse el
criterio de que el poder se ejerce sólo a través de la fuerza.
Esta idea parece
no ser correcta. La fuerza como expresión única de poder tiene sus límites: es
un instrumento idóneo cuando se enfrenta a la fuerza, pero no lo es cuando se
enfrenta a fenómenos que tienen su origen en las bases más profundas de las
sociedades. Stalin pudo haber tenido razón al decir, durante la última guerra
mundial, que esa guerra sería ganada por el país que fabricara más motores;
pues la lucha de 1939-1945 fue llevada a cabo entre poderes militares
organizados, y el poder de cada uno de ellos se medía en términos de fuerza, de
divisiones, de cañones, de bombas.
Pero una
revolución no es una guerra, y hasta se conocen revoluciones que se han hecho
sin que haya mediado un disparo de fusil. Tradicionalmente, las revoluciones
las han perdido los más fuertes. Las trece colonias americanas eran más débiles
que Inglaterra, y le ganaron la revolución de Independencia; el Pueblo francés
era más débil que la monarquía de Luis XVI y le ganó la revolución del siglo
XVIII; Bolívar era más débil que Fernando VII, y le ganó la revolución de
América del Sur; Madero era más débil que Porfirio Díaz y le ganó la revolución
de 1910; Lenin era más débil que el Gobierno ruso, y le ganó la revolución de
1917. Todas las revoluciones triunfantes a lo largo de la historia, sin una
sola excepción; han sido más débiles que los gobiernos combatidos por ellas.
Una revolución,
pues, no puede medirse en términos de poderío militar; hay que apreciarla con
otros valores.
Para saber si
una revolución es verdaderamente una revolución y no un mero desorden o una
lucha de caudillos por el poder, hay que estudiar sus causas, la posición que
han tomado en ella los diferentes sectores sociales, y determinar su tiempo
histórico. En Washington nadie estudió estos aspectos de la Revolución
Dominicana. En Washington se recibieron noticias de que el sábado 24 de abril,
a mediodía, había habido cierta inquietud en algunos cuarteles de Santo Domingo
y en el Pueblo; un poco más tarde se supo que el jefe del ejército había sido
hecho preso por sus subalternos, y en el acto se pensó en desembarcar fuerzas
militares norteamericanas en el pequeño país antillano.
Eso lo dijo el propio presidente Johnson al afirmar en una conferencia
de prensa que “as a matter of fact, we landed our people in less than one hour from
the time the decision was made. It was a decision we considered from Saturday
until Wednesday evening”. (TheNew
York Times, Friday, June 18, 1965. Pág. 14 L).
Desde el sábado,
pues, el Gobierno de los Estados Unidos consideró necesario desembarcar tropas
en Santo Domingo; y ese día el Gobierno de los Estados Unidos no sabía qué
clase de revolución estaba desarrollándose o iba a desarrollarse en la
República Dominicana. Es evidente que la actitud del Gobierno norteamericano
era la de defender el statu-quo dominicano, sin tomar en cuenta la voluntad del
Pueblo dominicano. La reacción en Washington fue, pues, la habitual; el grupo
dominante en la República Dominicana estaba amenazado y había que defenderlo.
Ese grupo dominante era sin duda pronorteamericano, pero también era
antidominicano, y en grado sumo.
En 19 meses de
gobierno, el régimen predilecto de Washington había desmantelado la economía
dominicana, había establecido un sistema de corrupción no visto en el país
desde el siglo pasado y además se burlaba todos los días de las esperanzas del
Pueblo en una solución democrática. Cuando los revolucionarios tomaron en la
mañana del domingo día 25 de abril el Palacio Nacional, hallaron allí montones
de carteles de propaganda para la campaña política de Donald Reid Cabral, que
había resuelto continuar en el poder mediante elecciones amañadas.
La Revolución
Dominicana de abril no fue un hecho improvisado. Era un acontecimiento
histórico cuyos orígenes podían verse con claridad. En realidad, esa revolución
estaba en marcha desde fines de 1959, y fue manifestándose gradualmente,
primero con una organización clandestina de jóvenes de la clase media que fue
descubierta a principios de 1960, después con la muerte de Trujillo en mayo de
1961, más tarde con las elecciones de diciembre de 1962 y por último con la
huelga de mayo de 1964. El golpe de Estado de septiembre de 1963 no podía
detener esa revolución. Fue una ilusión de gente ignorante en achaques de
sociología y de política pensar que al ser derrocado el Gobierno que yo presidí
la revolución quedaba desvanecida. Fue una ilusión creer, como consideraron los
que formulan en Washington la política dominicana, que una persona de buena
sociedad y de los círculos comerciales era el hombre indicado para dominar la
situación dominicana. Fueron precisamente el uso de la fuerza y la frivolidad
del favorito de Washington —Donald Reid Cabral— los factores que aceleraron el
estallido de la revolución de abril.
La Revolución
Dominicana tenía causas no sólo profundas, sino además viejas. La falta de
libertades de los días de Trujillo y el desprecio a las masas del Pueblo
volvieron a gobernar el país a partir del golpe de Estado de 1963; el hambre
general se agravó con la política económica sin sentido del equipo encabezado
por Reid Cabral, y la corrupción trujillista resultó a la vez más extendida y
más descarada que bajo la tiranía de Trujillo. Se pretendió volver al
trujillismo sin Trujillo, un absurdo histórico que no podía subsistir. La clase
media y las grandes masas se aliaron en un mismo propósito; barrer ese pasado
ignominioso que había renacido en el país y retornar a un estado de ley y de
honestidad pública.
Veamos ahora el
punto que toca al tiempo histórico. Lo que le da carácter peculiar a la
historia de Santo Domingo es lo que en otras ocasiones he llamado su
“arritmia”. Los acontecimientos dominicanos suceden en un tiempo que no
corresponde al tiempo histórico general de la América Latina.
El momento
histórico en que se hallaba la República Dominicana en abril de 1965 era el
equivalente de 1910 en México, y es curioso que los Estados Unidos actuaran
sobre Santo Domingo, en cierto sentido, como lo hicieron sobre México en 1910,
aunque alegaran para ello que en Santo Domingo estaba en marcha una segunda
Cuba.
Pero en Santo
Domingo no podía estar en marcha en abril de 1965 una segunda Cuba como no
podía producirse en México de 1910. Lo que había estallado en la República
Dominicana en abril de 1965 era —y es— una revolución democrática y
nacionalista; y el 1965 era el momento histórico exacto para que los
dominicanos iniciaran su revolución democrática y nacionalista.
En términos de
1965, una revolución democrática no debe ser, y no puede ser, una mera lucha
por las libertades públicas. Eso equivaldría a combatir para conquistar solamente
una democracia política, y ningún pueblo latinoamericano de hoy puede
conformarse con una democracia que no ofrezca al mismo tiempo que libertades
políticas, la igualdad social y la justicia económica. Por otra parte, el
nacionalismo es un sentimiento que se origina en la necesidad vehemente de
hacer progresar en todos los órdenes el propio país, en la necesidad de afirmar
la conciencia nacional en el campo económico, en el político y en el moral, y
toda revolución verdadera, sobre todo si es democrática, tiene un alto
contenido de nacionalismo.
Para no
equivocarse en el caso de la Revolución Dominicana de 1965 bastaba con situarla
en su tiempo histórico. Eso hubiera servido también para evitar el costoso
error político de considerar que era una revolución comunista o en peligro de
derivar hacia el comunismo.
El precio que
pagarán los Estados Unidos por ese error será alto, y a mi juicio lo veremos en
nuestro propio tiempo. Un índice de la magnitud del error es el tamaño de la
fuerza usada originalmente para embotellar la revolución. Los Estados Unidos,
que en el mes de abril tenían en Viet Nam 23 mil hombres, desembarcaron en
Santo Domingo 42 mil. Para los funcionarios de Washington, los sucesos de la
República Dominicana eran de naturaleza tan peligrosa que se prepararon como si
se tratara de llevar a cabo una guerra de la que dependía la vida misma de los
Estados Unidos. Siempre recordaré como un síntoma de esa enorme equivocación un
detalle de la densa propaganda hecha por el departamento de guerra psicológica,
el del famoso submarino ruso capturado en el puerto de la vieja capital
dominicana. Ese submarino desapareció misteriosamente tan pronto llegaron a
Santo Domingo los primeros periodistas norteamericanos independientes, pero
sigue navegando en las aguas del rumor interesado.
La fuerza de los
Estados Unidos se usó en el caso de la Revolución Dominicana de una manera
absolutamente desproporcionada. Un pueblo pequeño y pobre que estaba haciendo
el esfuerzo más heroico de toda su vida para hallar su camino hacia la
democracia fue ahogado por montañas de cañones, aviones, buques de guerra, y
por una propaganda que presentó ante el mundo los hechos totalmente
distorsionados. La revolución no fusiló una sola persona, no decapitó a nadie,
no quemó una iglesia, no violó a una mujer; pero todo eso se dijo, y se dijo en
escala mundial; la revolución no tuvo nada que ver ni con Cuba ni con Rusia ni
con China, pero se dio la noticia de que 5 mil soldados de Fidel habían
desembarcado en las costas dominicanas, se dio la noticia de que había sido
capturado un submarino ruso y se publicaron “fotos” de granadas enviadas por
Mao Tse-Tung.
La reacción
norteamericana ante la Revolución Dominicana fue excesiva, y para comprender la
causa de ese exceso habría que hacer un análisis cuidadoso de los resultados
que puedan dar la fe en la fuerza y el uso ilimitado de la fuerza en el campo
político, y convendría hacer al mismo tiempo un estudio detallado del papel de
la fuerza cuando se convierte en sustituto de la inteligencia.
En el caso de la
Revolución Dominicana, el empleo de la fuerza por parte de los Estados Unidos
comenzó a tener malos resultados inmediatamente, no sólo para el Pueblo
dominicano sino también para el Pueblo norteamericano. Con el andar de los
días, esos resultados serán peores para los Estados Unidos que para Santo
Domingo.
Pero
mantengámonos ahora dentro del límite estrecho de los daños causados a Estados
Unidos en Santo Domingo. Por de pronto, la Revolución Dominicana, que hubiera
terminado en el propio mes de abril a no mediar la intervención de los Estados
Unidos, quedó embotellada y empezó a generar fuerzas que no estaban en su
naturaleza, entre ellas odio a los Estados Unidos. Ese odio no se extinguirá en
mucho tiempo.
El nacionalismo
sano de la revolución irá convirtiéndose a medida que pasen los meses en un
sentimiento antinorteamericano envenenado por la frustración a que fue sometida
la revolución. Y es una tontería insigne considerar que el nacionalismo de los
pueblos pequeños y pobres puede ignorarse, desdeñarse o doblegarse. La más
poderosa de las armas nucleares es débil al lado del nacionalismo de los
pueblos pequeños y pobres. El nacionalismo es un sentimiento profundo, casi
imposible de desarraigar del alma de las sociedades una vez que aparece en
ellas, y ese sentimiento, según lo demuestra la historia, lleva a los hombres a
desafiar todos los poderes de la tierra. Ahora bien, cuando el nacionalismo
democrático es ahogado o estrangulado, pasa a ser un fermento, tal vez el más
activo, para la propagación del comunismo. Estoy convencido de que el uso de la
fuerza de los Estados Unidos en la República Dominicana producirá más
comunistas en Santo Domingo y en la América Latina que toda la propaganda rusa,
china o cubana.
La fuerza, en su
caso, fue empleada para impedirles que alcanzaran su democracia. Para muchos
norteamericanos esto no es y no será cierto, pero yo estoy exponiendo aquí lo
que sienten y sentirán por largos años los dominicanos, no las intenciones
norteamericanas.
Debido a que la
fuerza nunca es tan fuerte como creen quienes la usan, los Estados Unidos
tuvieron que recurrir en Santo Domingo a un expediente que les permitiera usar
la fuerza sin exponerse a las críticas del mundo; y eso explica la creación de
la junta cívico-militar encabezada por Antonio Imbert. Esa junta, como es de
conocimiento general, fue la obra del embajador John Bartlow Martin, es decir,
de los Estados Unidos; y pocas veces en la historia reciente se ha cometido un
error tan costoso para el prestigio de los Estados Unidos como el que se
cometió al poner en manos del señor Imbert parte de las fuerzas armadas
dominicanas y al proporcionarles como justificación para sus crímenes el
argumento de estar combatiendo el comunismo en Santo Domingo.
Las matanzas de
dominicanos y extranjeros —entre los últimos, un sacerdote cubano y uno
canadiense— realizadas por las fuerzas de Imbert bajo el pretexto de que
estaban aniquilando a los comunistas, quedarán para siempre en la historia
dominicana cargadas en la cuenta general de los Estados Unidos y en la
particular del señor Martin. Esas matanzas fueron hechas mientras estaban en
Santo Domingo las fuerzas norteamericanas; y además el embajador Martin sabía
quién era Imbert antes de invitarlo a encabezar la junta cívico-militar.
La tiranía de
Imbert fue establecida a ciencia y conciencia, y después de la tiranía de
Trujillo no había excusa que pudiera justificar el establecimiento de la de
Imbert.
La revolución no
fusiló a nadie ni decapitó a nadie; pero las fuerzas de Imbert han fusilado y
decapitado a centenares, y aunque a esos crímenes no se les ha dado la debida
publicidad en los Estados Unidos, figuran en los expedientes de la Comisión de
los Derechos Humanos de la OEA y de las Naciones Unidas, con todos sus
horripilantes detalles de cráneos destrozados a culatazos, de manos amarradas a
la espalda con alambres, de cadáveres sin cabezas flotando en las aguas de los
ríos, de mujeres ametralladas en los “paredones”, de los dedos destruidos a
martillazos para impedir la identificación de los muertos. La mayor parte de
las víctimas fueron miembros del Partido Revolucionario Dominicano, un partido
reconocidamente democrático, pues la función de la llamada democracia de Imbert
es acabar con los demócratas en la República Dominicana. Parece un sangriento
sarcasmo de la historia que los crímenes que se le achacaron a la revolución
sin haberlos cometido, hayan sido cometidos por un falso gobierno creado por
los Estados Unidos sin que eso conmueva a la opinión norteamericana.
La mancha de
esos crímenes no caerá toda sobre Imbert, que al fin y al cabo es un ave de
paso en la vida política dominicana; caerá también sobre los Estados Unidos y,
por desgracia, sobre el concepto genérico de la democracia como sistema de
gobierno. O yo no conozco a mi pueblo, o va a ser difícil que a la hora de
determinar responsabilidades los dominicanos de hoy y de mañana sean
indulgentes con los Estados Unidos y duros solamente con Imbert. En general, va
a ser difícil salvar a los Estados Unidos de responsabilidad en todos los males
futuros de Santo Domingo, aún de aquellos que se hubieran producido
naturalmente si la revolución hubiera seguido su propio curso.
El Pueblo
dominicano no olvidará fácilmente que los Estados Unidos llevaron a Santo
Domingo el batallón nicaragüense “Anastasio Somoza”, el émulo centroamericano
de Trujillo; que llevaron a los soldados de Stroessner, los menos indicados
para representar la democracia en un país donde acababan de morir miles de
hombres y mujeres del Pueblo, peleando por establecer una democracia; que
llevaron a los soldados de López Arellano, que es para los dominicanos una
especie de Wessin y Wessin hondureño. En todos los textos de historia
dominicana del porvenir figurará en forma destacada el bombardeo a que fue sometida
la ciudad de Santo Domingo durante 24 horas los días 15 y 16 de junio.
Todos estos
puntos a que me he referido a la ligera son consecuencias del uso de la fuerza
como instrumento de poder en el tratamiento de los problemas políticos. Una
apreciación inteligente de los sucesos de Santo Domingo hubiera evitado los
males que ha producido y producirá el uso de la fuerza que se desplegó en el
caso dominicano.
Para la
sensibilidad de los pueblos de la América Latina, para su experiencia como
víctimas tradicionales de gobiernos de fuerza, todo empleo excesivo e injusto
de la fuerza provoca sentimientos de repulsión. Desde el punto de vista de los
latinoamericanos, los Estados Unidos cometieron en Santo Domingo el peor error
político de este siglo. El presidente Johnson dijo que los infantes de marina
de su país habían ido a Santo Domingo a salvar vidas, pero lo que puede
asegurar el que conozca la manera de sentir de los latinoamericanos es que esos
infantes de marina destruyeron en todo el Continente la imagen democrática de
los Estados Unidos. Es que parece estar en la propia naturaleza de la fuerza
destruir en vez de crear, y cuando se usa en forma excesiva e inoportuna, la
fuerza tiende a destruir a quien la usa.
Una revolución
puede detenerse con la fuerza, pero sólo durante cierto tiempo. En muchos
sentidos, las revoluciones son terremotos históricos incontrolables,
sacudimientos profundos de las sociedades humanas que buscan su acomodo en la
base de su existencia. Y la Revolución Dominicana de abril de 1965 fue —y es—
una revolución auténtica. Por lo menos eso creen los que tienen razones para
conocer la historia, las fallas, las angustias y las esperanzas dominicanas, es
decir los dominicanos que las hemos estudiado y estamos vinculados al destino
de aquel pueblo por razones tan justas y tan honorables como puede estar
vinculado el mejor de los norteameicanos al destino de los Estados Unidos.
Puerto Rico.
29 de junio de
1965
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