Los curas tenían verdadera influencia en la masa sólo en una parte del país, al norte de La Vega, región campesina por excelencia, poblada sobre todo por pequeños propietarios y peones agrícolas; y esa influencia se debía al hecho de que allí había vivido un sacerdote excepcional, el tipo de cura que la gente del Pueblo identifica con los santos de categoría. Aquel sacerdote se llamaba el padre Fantino; era italiano y había dirigido en La Vega un colegio semiprivado en el cual se educó por lo menos toda una generación. Excelente latinista y gramático, alma de fundador, fue sintiéndose cada vez más atraído por su vocación mística que por la enseñanza, y al fin se fue al Santo Cerro, adonde trasladó su colegio y desde donde poco a poco fue imponiendo a toda la vecindad el respeto congénito a su auténtica conducta de siervo de Dios. Recuerdo haberlo visto en una misa, transfigurado por la pasión religiosa, las manos juntas sobre el pecho, los ojos cerrados, estampa impresionante de fe. Cuando hablaba a la grey, su voz era de verdad un sonido celeste. Tenía gran cabeza, gran nariz, y toda la cabeza le temblaba. Vestí con extremada humildad, a veces con manchas en el hábito.
Yo era joven entonces, pero dije a menudo: “Después de su muerte, el padre Fantino será adorado en toda esta región como un santo, y la gente tendrá por reliquia un pedazo de su sotana”. Y así sucedió.
El padre Fantino es lo que explica la influencia de la Iglesia católica en la zona donde él predicó con el ejemplo, y el caso del padre Fantino explica por qué la Iglesia católica tenía en el resto del país menos influencia de la que lógicamente debía tener en un país católico. En mis viajes de carácter político vi más de una vez a sacerdotes españoles llegar a las capillas de los campos, y en cada caso se repetía el mismo espectáculo: unas cuantas mujeres del Pueblo esperaban en la puerta, a veces durante bastante tiempo; se acercaba un automóvil del cual ajaba el pastor con una pequeña maleta en la mano, y no se detenía a hablar con esas mujeres, a preguntarles por sus hijos, por sus maridos, por los enfermos de la casa, sino que entraba rápidamente en el pequeño templo, en alguna que otra ocasión gritando. “¡Vamos, vamos!”; unos minutos después comenzaba la misa; la cantaba de prisa o no la cantaba; si había tiempo oía unas cuantas confesiones, entraba en la pequeña sacristía a despojarse de las vestiduras sagradas y a poco volvía a tomar el automóvil. Con sacerdotes así, poco es lo que puede hacer la Iglesia católica en cuanto a influencia sobre la masa popular. En cambio, con sacerdotes dedicados a cultivar la amistad de la clase media, y especialmente de la alta clase media, la Iglesia será siempre un factor político porque la política es el caldo en que prospera esa alta clase media que vive para mantener o para conseguir privilegios.
En el orden doctrinal, la Iglesia tiene poca fuerza ante el Pueblo dominicano; en el orden político, tiene mucha entre la gente que es impopular. Arrastrada por el ambiente en que se mueve, la Iglesia de la República Dominicana puede derrocar gobiernos democráticos; ¿pero qué ocurrirá cuando tenga que enfrentarse a una gran masa galvanizada por una pasión política? La respuesta está anunciada ya en lo que sucedió cuando el padre Láutico García afirmó que yo era comunista: el país reaccionó en forma opuesta a lo que esperaban los inductores de la acusación.
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